Un gavilán y un campeón sin guantes
El día de hoy partió hacia el ring celestial un hombre que dedicó su vida a la formación
de niños y jóvenes en el box, Armando "Gavilán" Cervantes, quien tuviera a su cargo el
gimnasio de boxeo en el Gimnasio Poliforum, de Playa del Carmen, y quien dejará huella
imborrable en el deporte del corazón de la Riviera Maya.
En los últimos años vivió en el puerto de Progreso, Yucatán junto a su amada Nora Nicoli
y sus hijos, hoy nos unimos a la pena que embarga a tan hermosa familia.
Descanse en Paz...
Un gavilán y un campeón sin guantes
Escrito por Elias Leonardo
Se vendan las manos, saltan la cuerda, pegan a la pera o hacen lagartijas. Se concentran
en la postura para soltar un golpe, en la repetición del movimiento con las piernas para
atacar o defender, en la mirada fija hacia el oponente. Son los chicos que acuden al
gimnasio de la Unidad Deportiva Playa del Carmen para aprender box.
Al verlos es imposible no remontarse a los relatos de padres y abuelos aficionados al
pugilismo que platican sobre los aspirantes a boxeadores de sus épocas, sobre los que
soñaban con ceñirse un cinturón mundial, sobre los campeones de barrio.
Con la ropa que tienen, con lo que hay y se sienten cómodos, llegan y se van con la satisfacción
de haber dado otro paso en su respectivo propósito. Si bien algunos no anhelan ser un futuro
Manny Pacquiao, parten contentos por demostrarse que son capaces de ser constantes en un
entrenamiento que al principio auguraban no aguantar. Están también los que reflejan el hambre
por trascender en un deporte que por ahora les cautiva.
Arriban y se marchan gustosos de estrechar la mano de su entrenador, Armando ‘el Gavilán’
Cervantes, hombre con más de 40 años brindándose a la instrucción del boxeo en el sureste
mexicano. Originario de Progreso, Yucatán, amable y conversador, acumula en su trayectoria
un sinfín de anécdotas, historias de todo tipo que a sus más de 70 años de edad todavía
conserva con lujo de detalle en su lúcida memoria.
-Si yo te contara, no acabo nunca-, dice esbozando la sonrisa que suele ofrendar un hombre
viejo cuando tiene ganas de compartir sus recuerdos.
-Cuénteme una, la que usted pondría en un archivo de las más significativas en su vida-,
le manifiesto resaltándole que ojalá sea la primera de muchas.
-Está bien, a’ i te va.
Con los ojos bien abiertos, e iluminados, viaja rápidamente al pasado para arrancarse en contar.
Lo que narra un gavilán
Llegó un niño al gimnasio que tenía en Progreso, Yucatán. Llegó diciéndome que tenía
ganas de aprender box. Lo vi y dije “ah chirrión”. Lo vi débil, la verdad hasta se
veía enfermo. Como que no le hice caso al principio. Luego se acercó y me preguntó
si le iba a enseñar. “Sí hijo, sí, vente”.
Era un chico que se sentía cansado, un chico que se me metió en el corazón. Lo primero
que hice fue llevarlo a que le hicieran unos análisis. Era un chico pobre, así que yo
pagué de mi bolsillo. ¡Le encontraron bichos de toda clase y de todo color! Le compré
los medicamentos para que se repusiera y viniera a entrenar. Era un chavillo de 12 años.
Venía de una familia muy pobre; el papá era albañil.
Me agarró confianza y me platicaba de su familia, de los problemas en su casa. Comenzó a
entrenar, empecé a enseñarle y hacía las cosas muy bien. Aparte estudiaba la secundaria.
Como al año, un día me dice que iba a salirse de la escuela. Quería dejar de estudiar
para meterse de lleno en el boxeo.
En ese momento me puse a pensar qué futuro tenía el niño en el box. Para mí, ninguno.
El box es muy difícil, es muy difícil llegar a lo más alto. El que diga que quiere ser
campeón mundial, uy, es un sueño mucho menos que inalcanzable. Total, agarré y le dije
lo siguiente: “La neta, la neta, tú tienes que estudiar”. Me respondió que sus papás
no tenían dinero y por eso ya no querían que estudiara.
-Tú vas a estudiar aunque tengamos que pedir caridad.
Así le dije, tengamos, no que tengas que pedir caridad.
-Tú vas a seguir estudiando.
-Pero profe…
-Tú vas a seguir estudiando.
-Profe…
-Tú vas a seguir estudiando.
-Sí, profe.
Tres años después, cuando ya tenía 15 años, lo debuto de forma profesional en Ciudad
del Carmen, Campeche. Para un peleador principiante de cuatro rounds no había oportunidad
de pasaje y comida, entonces había que encomendarlo con otro entrenador que llevara
peleadores de mayor nivel. Se fue solito el chavo, ganó y le fue bien.
Regresó y me dijo lo siguiente: “Profe, lo que yo gane, mi dinero, usted me lo va a
cuidar”. Fue un chico que llegó a ser boxeador de diez rounds. No diré que fue una
estrella, pero fue conocido, estuvo dando bola. Lo más importante fue que siguió estudiando.
Para no hacerla tan larga, una tarde llegó al gimnasio. “Profe, mañana quiero que usted y
su esposa se pongan las mejores ropitas porque los voy a pasar a buscar”, así me dijo. No
pregunté para qué, ni me imaginaba para qué. Al día siguiente pasó por nosotros a las seis
de la tarde y lo vi bien trajeado. Nos fuimos a Mérida. Llegamos a una sala de fiesta, nos
acomodó en una mesa y de repente alguien empezó a hablar frente a todos. La sorpresa fue
cuando presentó “con todo orgullo a uno de los mejores promedios, Armando Medina Durán,
químico industrial”. Agarró su diploma, vino hacia mí y me lo dio. “Esto es de usted, esto
es suyo, profe”, fueron sus palabras.
Hasta hace dos años que lo dejé de ver, y eso porque de Yucatán me vine a vivir a Playa
del Carmen, iba a la casa para saludarme.
Destino
Don Armando cae en cuenta de que llora. Pide perdón por derramar lágrimas en la grabadora
y, al mismo tiempo, se carcajea porque es extraño presenciar a un entrenador de box envuelto
en llanto. Con un prolongado pfffffffff, el Gavilán culmina su anécdota con orgullo debido
a que Armando Medina Durán también es empresario.
Secándose las lágrimas con su playera, agradece al destino por haber visto cómo un chico
con bichos en todo su cuerpo pudo ser alguien en la vida. “Para ser campeón, no se necesitan
guantes”, expresa toda vez que limpió la basurita que le cayó en los ojos.
-Oiga, ¿por qué el apodo de Gavilán?
-Uy, hace muchos años que me lo pusieron. En mi tierra suele decirse que no hay gavilán
gordo, pero de chavo alguien me vio bien flaco y gritó que “órale, denle de comer a ese
pinche gavilán, no sean así”. Desde entonces se me quedó el apodo.
Riéndose, advierte a manera de conclusión que para la otra mejor cuenta una de puros trancazos.